Veinte cintas españolas
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Fachada de la bienamada filmoteca
El protagonismo en la actualidad, que ocupa en estos días el cine español, es el mejor motivo para ofrecer una relación sobre mis películas autóctonas favoritas. Sí son todas las que están pero no están todas las que son. Prefiero la muerte a la grey incluso en mis inclinaciones estéticas. Una vez más, ante la inetivable pregunta que suscita cualquier selección -¿por qué éstas y no otras?-, sólo cabe una respuesta: ¿Por qué otras y no éstas?
El hotel eléctrico (Segundo de Chomón, 1905)
No deja de ser curioso que en un país tan poco dado a la narración fantástica como el nuestro la primera obra maestra de la aún incipiente pantalla sea una cinta de ciencia ficción. Sin embargo, esta pequeña peripecia de una pareja, que llega a un hotel donde todo está automatizado merced a la electricidad, demuestra una novedad, una perfección y una inventiva muy superior a la media de aquellos primeros cineastas autóctonos. A decir de algunos comentaristas fue en este cortometraje donde Chomón recurrió por primera vez a la técnica de "el paso de manivela". Otros sostienen que fue en Eclipse de sol, también del año 5. En cualquier caso, este procedimiento -que no era otro que el del rodaje fotograma a fotograma para comprimir el paso del tiempo y crear así fabulosos efectos- señaló todo un camino a los trucajes por el que cine ha caminado hasta nuestros días.
El sexto sentido (Nemesio M. Sobrevila, 1928)
Tanto en Alemania como en Francia, donde las vanguardias tuvieron un papel sobresaliente en la pantalla, había una industria que manufacturaba ciertos géneros contra la que se alzaron los vanguardistas. Casi podría apuntarse que Walter Ruttmann rueda la fascinante Berlín, sinfonía de una ciudad (1927) contra la estética impuesta por La UFA. Por no hablar del afán de ruptura de Man Ray en Emak Bakia, también del 27.
Acaso por carecer de esa industria contra la que erguirse, no hubo vanguardia cinematográfica en España. El arquitecto bilbaíno Nemesio M. Sobrevila es la excepción a tan triste regla. Hay noticia de que rodó un par de títulos. De Al Hollywood madrileño (1927) sólo han llegado hasta nosotros algunas instantáneas de sus decorados, tras los que se adivina una interesante parodia.
Nunca estrena comercialmente, El sexto sentido (1928) es objeto de culto en las filmotecas desde que se recuerda. Su asunto gira en torno al anillo que simboliza un amor perdido y encontrado. Pero en su peripecia surge un extraño personaje, el "atrabiliario, artista, borracho y filósofo" Kamus, quien proyectará a uno de los protagonistas una subyugadora película sobre el "verdadero Madrid sin deformaciones literarias". Dicha proyección, además de suponer la primera reflexión sobre sí misma que hace nuestra pantalla, registra no pocas analogías con el cine-ojo de Dziga Vertov. "El sexto sentido" es el tomavistas, el ojo no humano, el único capaz de retratar Madrid tal y como la ciudad se muestra ante una hipotética mirada objetiva.
La aldea maldita (Florián Rey, 1929)
Me interesé por ella a raíz de un folleto que mi amada Filmoteca dedicó a Florián Rey en 1963. Me hice con tan preciado texto -uno de los primeros sobre cine que atesoré- en el 81. Pero aún habrían de pasar algunos años hasta de que pude ver la copia restaurada por el Festival de Valladolid en 1986. Decía mi dilecto Florentino Soria que Florián Rey "tenía un gran sentido plástico". En la secuencia de las oraciones durante la granizada y la posterior desesperación ante sus consecuencias, al igual que en la del éxodo de los campesinos, la del encuentro de Juan (Pedro Larrañaga) con su mujer, Acacia (Carmen Vivance), y la de la enajenación de ésta meciendo la cuna vacía, pude comprobar hasta qué punto Soria estaba en lo cierto. Aunque por su nostalgia rural, la obra maestra de Florián Rey entra de lleno en esa querencia por la boina y lo rustico de la que hablaba Juan Piquer Simón, tan del cine español, más de ochenta años después de su estreno se antoja un documental sobre la emigración a las ciudades que conoció la España de los pueblos a comienzos del siglo XX.
No sólo es la obra maestra de su autor. También es el testimonio de un tiempo. Aunque la inminente llegada del sonido hizo que Rey llevara a cabo una sonorización mínima en París previa al estreno, La aldea maldita es la mejor realización de la pantalla silente española.
La verbena de la Paloma (Benito Perojo, 1935)
Casi puede decirse que el cine sonoro llegó a España con la Segunda República y que el país se fue a la guerra entonado las canciones de Morena clara (1936), el último gran título de Florián Rey.
Sobradamente conocida en su versión original, la zarzuela de Ricardo de la Vega y el maestro Bretón, de más está apuntar el asunto de La verbena... Se ha de llamar la atención sobre el ritmo de su primera versión sonora[1]. Entre esta cinta, otra primera versión sonora, la de La hermana San Sulpicio (1934), Nobleza baturra (1935) -ambas de Florián Rey- y Morena clara se trazan los parámetros de lo que para bien o para mal serán las españoladas de los años venideros. Quedémonos con esa suerte de musical que entraña la propuesta de Perojo. Desde esa perspectiva, es el mejor título de los albores del sonoro español.
La torre de los siete jorobados (Edgar Neville, 1944)
Mi buen amigo Juan Tébar situaba esta película entre el casticismo y el expresionismo del mejor cine de terror de la Universal. No puedo por menos que volver a descubrirme ante su acierto.
Basada en una novela de Emilio Carrere, la cinta que me descubrió a Edgar Neville -un cineasta en verdad singular en la pantalla española de su tiempo- trata sobre la venganza de un alma en pena, Robinsón de Mantua (Félix de Pomés), y los amores que Basilio Beltrán (Antonio Casal) siente por Inés (Isabel de Pomés), la hija del condenado. Todo ello sucede en el Madrid de los Austrias, bajo el que los gibosos han excavado una auténtica ciudad para vivir a salvo de las burlas -o la conmiseración en el mejor de los casos- de la gente erguida con normalidad.
Además de ser un filme tan cautivador como pudiera serlo cualquiera de Paul Leni en los años 20, Neville -cuya filmografía habría de discurrir por títulos de la talla de La vida en un hilo (1945), El crimen de la calle Bordadores (1946) o Mi calle (1960)- consiguió conciliar lo que parecía irreconciliable: el costumbrismo de un país donde durante siglos el más mínimo atisbo de fantasía pudo llevar a quien lo expresara frente al Santo Oficio, con la fantasía de una urbe subterránea con salida al madrileño paseo de la Virgen del Puerto. Toda una maravilla. Aunque se redujera a los cincuenta primeros años del siglo XX, siempre hay algo en el Madrid de Neville que también toca a mi Madrid.
Garbancito de La Mancha (Arturo Moreno, 1945)
Aún resuena en las salas de cine el aplauso cosechado por Pinocho (1940) cuando Arturo Moreno, un rendido admirador de Walt Disney, causa sensación con El capitán Tormentoso (1942), un cortometraje rodado con los mismos procedimientos que los utilizados por el llamado "poeta" estadounidense.
Mucho menos inusitado de lo que pueda parecer en una primera apreciación que en un país depauperado por los rigores de la posguerra florezcan este tipo de realizaciones, como ya hemos visto, los orígenes del cine de animación español se remontan a los orígenes del cine mismo. Si bien no eran ilustraciones, sino objetos reales, los que entonces parecían moverse prodigiosamente, las técnicas de filmación -rodaje fotograma a fotograma mediante una suerte de tomavistas llamado "truca" ideado a tal fin- eran las mismas que ahora emplea Moreno. Es más, ya en 1907, el mismo Chomón estrena La casa de los duendes, en cuyas secuencias mezcla la imagen real con el dibujo animado.
Así las cosas, bien puede decirse que precaria -como casi todo en el país a la sazón- pero existe toda una tradición del dibujo animado en España que tiene alguno de sus mejores ejemplos en títulos como El torero fenómeno (Fernando Marco, 1919), Francisca, la mujer fatal (Ricardo García López, 1933) o Búfalo full, dirigida por el caricaturista Menda en 1933.
Cuando nueve años después Moreno consigue su aplauso, entre quienes le vitorean se encuentran Ramón Balet y José María Blay, que ponen a disposición del animador sus estudios de Barcelona para la realización de una cinta de mayor envergadura. A decir de muchos comentaristas, es el primer largometraje de dibujos animados que se rueda en toda Europa.
Garbancito de la Mancha, el título en cuestión, cuenta con un equipo de 120 personas -entre las que destaca el operador Jaime Perea- que trabajan pacientemente entre 1943 y 1945 para dar vida a unos dibujos que tienen uno de sus principales atractivos en su ingenuidad y su inocencia.
Aunque la cinta hoy consta en los anales del Instituto Cervantes, del Ingenioso Hidalgo, Garbancito no tiene más que el manchego telón de fondo de sus andanzas y el afán de justicia que le lleva al camino. De hecho, el relato en el que se basa la filmación es original de Julián Pemartin, un autor falangista, que en opinión de sus detractores dota a su pequeño protagonista de todas las virtudes del régimen. Garbancito -como Santiago, pues también cuenta con inspiración divina dada su virtud- alza su espada contra la monstruosidad que asola a su pueblo.
Una bucólica obertura en que los animales de la granja de nuestro protagonista celebran la Naturaleza, nos muestra a Garbancito entre ellos, trabajando como las hormigas de las fábulas. Mientras, tres vagos como cigarras pretenden robarle su comida. Pero será contra la bruja que invoca a la monstruosidad contra quien se alza Garbancito con ayuda de las hadas y la cabrita Peregrina.
Merecedora del mismo aplauso en Inglaterra y en Francia que en España, el éxito de Garbancito de la Mancha posibilitó una nueva producción de Balet y Blay en 1948: Alegres vacaciones.
Los últimos de Filipinas (Antonio Román, 1945)
Sólo he tenido oportunidad de verla una vez. Recuerdo la idea, más que planos o asuntos concretos. Pero esta historia sobre un destacamento del ejército colonial español, que decide mantener su posición en la iglesia de Baler durante un año, incluso después de que España haya abandonado Filipinas, me sigue pareciendo la obra maestra de ese cine exaltación castrense de la posguerra. Recuerdo, eso sí, la canción. Dicha pieza -Yo te diré- original de Jorge Halpem y Enrique Llovet, fue una de las primeras canciones que el cine español habría de incluir en la memoria colectiva. Isa Pereira la canta en la cinta para solaz de los soldados españoles que no tardarán en estar sitiados. Con los años conocería una versión en la voz de Karina.
Vida en sombras (Lorenzo Llobet-Gracia, 1948)
Carlos Durán (Fernando Fernán-Gómez), el protagonista de esta maravilla, insólita en el cine español de la españolada, la exaltación castrense y la hagiografía piadosa estilada en la época, nace con el cine. Y el cine, que reflejará toda su vida, será su maldición y su bendición. Es decir, nada que no conlleve inexorablemente un gran amor. Tanto será así que, por ir a rodar unos planos del 18 de julio en las calles de Barcelona, morirá su otro amor, su esposa. Abrumado por la pérdida, el entonces incipiente realizador que es Carlos abandonará toda su actividad como cinéfilo y como cineasta.
Mucho habría que hablar sobre el singular tratamiento de la Guerra de Llobet-Gracia, uno de los temas más manidos del más caduco cine español. Pero prefiero llamar la atención sobre las analogías que esta obra maestra registra con El sexto sentido de Sobrevila.
Huelga decir que esta cinta, el único largometraje de su autor, apenas conoció distribución comercial. Recuperada del olvido al que había sido condenada por Ferrán Alberich para el cine club Amics del Cinema de Sabadell, la de Vida en sombras es una historia circular. Se cierra con la misma imagen que ha empezado después de haber ido avanzando como en un juego de espejos en el que la realidad y su reflejo -que siempre han sido cine- se han ido amalgamando constantemente. Como Ferrán Alberich señala, ésta es, ante todo, la primera -o la segunda si empezamos a contar en la propuesta de Sobrevila- cinta dirigida por un auténtico cineasta que conoce el cine español. El resto había sido obra de gente que dirigía películas como podía haberse dedicado a cualquier otra profesión.
Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951)
Una de las cosas que más aborrezco en un argumento es la nostalgia del campo, de la vida rural. Esa añoranza campesina puede llegar a parecerme algo reaccionario. La ciudad es el hábitat natural del ser humano en nuestro siglo XXI y empezaba a serlo cuando José Antonio Nieves Conde emplazó su tomavistas para esta cinta. Si no me detengo en su afán de campo es porque Surcos es la primera película española que retrata la realidad. No hay folclore, no hay gestas pretéritas, no hay santos. La realidad del Madrid que encontraban todos esos emigrantes de la España rural que continuaban ese éxodo ya iniciado en La aldea maldita, con la tiene alguna que otra concomitancia.
Naturalmente mimética con el neorrealismo italiano, fue la película que inauguró su equivalente español. De ahí que -salvando todas las distancias que hay que salvar para la comparación- sea a la pantalla autóctona lo que Roma ciudad abierta (Roberto Rossellini, 1945) a la trasalpina.
¡Bienvenido, Mr. Marshall! (Luis G. Berlanga, 1952)
Pocos elogios quedan por hacer a esta celebrada cinta Berlanga. Todo lo que se ha aplaudido en ella es cierto. Yo me detendré solo en un punto en el -creo- no se ha reparado. Ésta es la película en la que el cine español supera la españolada. Me explico. Cuando un cineasta hace una cinta de género, ha de ceñirse a lo que los cánones de éste mandan. Bienvenido, Mr. Marshall es una españolada desde las Coplillas de las divisas hasta las faralaes de Elvira Quintilla. Pero también es su mayor parodia. Hay algo en sus secuencias de esa mirada de esos grandes cineastas sexagenarios que vuelven la vista sobre su filmografía para enjuiciarla con ese humor escéptico que da la senectud. Berlanga echa ese vistazo sobre todo un género, marca una nueva pauta, lo supera y los supera hasta el punto de que raramente se volverá a él. Y aú tiene tiempo para denunciar la inquisición macchartysta en la secuencia del sueño del cura.
Marcelino pan y vino (Ladislao Vajda, 1954)
La obra maestra, sin duda alguna, del cine pío español. Y lo es porque lejos de la hagiografía y el dogma de fe, atiende a los sentimientos humanos antes que a la inspiración divina. Hay algo que me lleva a pensar que Vajda, húngaro de nacimiento y nacionalizado español en el 52, no fuera católico. O al menos no tan beato como los que rodaban en aquel tiempo las vidas y milagros de los santos. Recuerdo que proyectaban Marcelino pan y vino en una sala de Belgrado en el verano de 1985, cuando -de regreso de Atenas- me detuve en la ciudad. Seguro que quiere decir algo. Al menos, a mí fue lo que me llevó a verla al volver a España apenas tuve oportunidad.
El cebo (Ladislao Vajda, 1958)
Si no fuera porque María Rosa Salgado, la más sutil actriz de su generación, con su belleza tan de nuestros días, incorpora a Frau Heller, nadie diría que esta película es una coproducción de los Estudios Chamartín con la Alemania del oeste y con Suiza. Se trata de un guión escrito por Friedrich Dürrenmatt -¡ahí es nada!- sobre su propia novela. Su asunto gira en torno a un nuevo "M", un asesino de niñas que cambia el Dusseldorf de Fritz Lang por un cantón suizo. Encarnado por Gert Froëbe, antes de que la policía dé con Schrott, el sádico en cuestión, detendrá a un inocente, Jacquier -a quien interpreta Michel Simon ¡ni más ni menos!-. Este último, consciente de que no habrá justicia para él, decide suicidarse en su celda.
Sobresaliente tanto por su calidad como por su singularidad, El cebo también fue precursora -y uno de sus mejores ejemplos- de esas coproducciones europeas que proliferarían en los años venideros. La más parecida a El cebo fue A escape libre, dirigida por Jean Becker -el hijo de Jacques- en 1960. Concebida en base al éxito de Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1959), además de por Froëbe, esta otra coproducción con Suiza estaba protagonizada por Jean-Paul Belmondo (David Ladislas) y Jean Seberg (Olga)
Volviendo a Vajda, lástima que hace unos días se me pasara una emisión de Mi tío Jacinto (1956), la otra gran cinta de este realizador que anhelo ver.
El pisito (Marco Ferreri, 1959)
Fui auxiliar de José Antonio Rojo en Casas viejas (1983), la película maldita de José Luis López del Río. Mientras me enseñaba a cargar las viejas moviolas -verticales y horizontales- y demás procedimientos del montaje cinematográfico a la antigua usanza, me habló de muchas de los cientos de películas que llegó a montar. Yo me quedé especialmente con una anécdota de ésta: la del infeliz que se dedica a introducir almendras en los higos.
Ya cinéfilo sin veleidades de cineasta, cuando tuve oportunidad de asistir a una proyección de El pisito había olvidado lo de la almendra. Fue el visionado de la propia secuencia lo que me recordó las palabras de mi antiguo jefe. Y me sentí orgulloso de haber colaborado con alguien que jugó un papel determinante en una de las cumbres de ese neorrealismo español ya referido. Basado en su propia novela, he aquí uno de los mejores guiones de Rafael Azcona. Ésta también es la mejor cinta de su autor. A partir de entonces -aun siendo ese gran título que es El cochecito (1960), su segunda película-, la filmografía de Ferreri fue un constante ir a menos.
El pisito es grande porque es un filme universal y castizo a la vez. Sí señor, alcanza un equilibrio que, de un tiempo a esta parte, vengo buscando tanto como el que demandan los consumidores entre la relación calidad y precio Es castizo porque podría ser que, en aquel Madrid de las pensiones, los realquilados y los cuartos con derecho a cocina, una novia como Petrita (Mary Carrillo), exigiera a un prometido como Rodolfo (José Luis López Vázquez) que desposara a su casera para que heredase la casa cuando la anciana muriera. Pero también universal porque la miseria es igual en cualquier lugar. Y eso es lo que son, pobres miserables, el desdichado sin más destino que meter almendras en los higos o el callista, que asegura a su acreedor que hay una ley que prohíbe embargar la cama donde el moroso duerme y se ofrece a arreglarle gratuitamente los pies al frustrado cobrador.
Viridiana (Luis Buñuel, 1961)
En don Luis Buñuel estimo al irreverente. En su espléndida versión de Cumbres borrascosas (Emily Brontë, 1847), que dirige en 1953 bajo el título de Abismos de pasión, Alejandro (Jorge Mistral) asegura a Catalina (Irasema Dilián) quererla más que "a la salvación de su alma". Ese ateísmo -"gracias a Dios" decía él-, ese anticlericalismo, es tremendamente español. España, aún siendo el país más mariano del mundo, también fue el que puso en marcha una de las mayores matanzas de curas durante esa guerra civil que tanto gusta a nuestros realizadores. Pero no divaguemos.
La irreverencia lleva a Buñuel a crear imágenes aún más sublimes que su inspiración surrealista. Verbigracia, el obispo con la escopeta de El discreto encanto de la burguesía (1972). Ese Buñuel iconoclasta tiene su máxima expresión en la cena de los mendigos de Viridiana, que no es otra cosa que una parodia de la última cena de Cristo y sus discípulos mediante la reproducción de la estampa del célebre cuadro de Leonardo dedicado al tema. Pero la embestida más mucho más allá de la imaginería sacra y es mucho más sutil.
Catolicismo y marxismo, toda la cultura occidental en sus dos principales polarizaciones de aquella época, asistía a la mitificación del marginado en general y del pobre en particular. Cuando don Luis Buñuel arremete por primera vez contra ellos en Los olvidados (1950), el cine -que como poco los viene mitificando desde que Chaplin- los exalta en el neorrealismo italiano. Habrá que recordar Milagro en Milán (1951) que Vittorio de Sica, por otro lado tan admirado, rueda unos meses después.
Esa desmitificación del pobre, que el aragonés comienza en Los olvidados, alcanza el paroxismo en Viridiana. Aquí no sólo carga contra los desheredados, a quienes presenta con la misma veracidad que Jean Genet. También ironiza sobre la caridad -que se llamaba entonces a la solidaridad de nuestros días- que inspira a quienes se apiadan de ellos. Viridiana es, por lo tanto, una cinta sombría y majestuosa no sólo en el panorama del cine español, sino en el de toda la cultura occidental de su tiempo. Esa desmitificación de la caridad sólo volverá a atisbarse muy ligeramente en La ceremonia (Claude Chabrol, 1995).
A tiro limpio (Francisco Pérez-Dolz, 1963)
Aunque su autor siempre negó cualquier posible alusión a dicho tema, hay cierta observación de Martín (Luis Peña), cuando encañona a uno de los rehenes del garaje, que parece indicar que los atracadores que protagonizan esta película no son simples pistoleros, sino un trasunto de los guerrilleros de la Juventudes Libertarias que actuaron en la Barcelona de los primeros años 60. En cualquier caso, no se trata de una cinta política. Muy por el contrario, se trata del mejor relato criminal de todo el cine español. Su asunto es tan escueto como trepidante su ritmo: una banda de atracadores se van matando entre ellos a causa de la traición. La secuencia de la estación del metro barcelonés de Lesspes es de antología.
El verdugo (Luis G. Berlanga, 1963)
Muy probablemente es el mayor alegato contra la pena de muerte de toda historia del cine. Desde luego es el más singular. De ordinario, las apologías para la abolición de la pena capital suelen narrar la historia de un inocente condenado a ella. Ése es el caso de la espléndida Quiero vivir (Robert Wise, 1958). Correremos un tupido sobre otras propuestas más recientes. La singularidad de esta propuesta de Berlanga, con otro de los grandes guiones de Azcona, radica en condenar la pena capital a través de la experiencia de un ejecutor de la justicia -que se llama eufemísticamente al verdugo- y su yerno en la España de la época. La propuesta da lugar a una de las cumbres del tan celebrado humor negro nacional.
Ceremonia sangrienta (Jorge Grau, 1972)
Siempre denostado por los afectos a la denuncia y el compromiso, cuyos tomavistas nunca miran más allá del pasado político español o de esos pobres de los que empezamos a estar ahítos, el fantaterror español fue prodigo en grandes películas. Baste con recordar algunas propuestas de Eugenio Martín -Pánico en el Transiberiano (1972) Una vela para el diablo (1973)- para dejar constancia de ello. Por no hablar de la estimable La noche de Walpurgis (León Klimovsky, 1971).
Tal vez la obra maestra de este género, sin duda mi favorito de nuestra cinematografía, sea este acercamiento de Grau a la figura de la terrible Erzebeth Bathory, la alimaña de los pequeños Cárpatos. Su acierto consiste en la desmitificación. No se muestra ni un solo prodigio en toda la cinta. No hay ni uno sólo, de los crímenes recreados, que no obedezca a cuestiones racionales y se lleve a cabo de forma plausible. Esa es la clave de su sugerente espanto.
El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973)
Suele aplaudirse su innegable preciosismo. No hay duda de que es uno de los logros del arte de Luis Cuadrado. No obstante, yo me quedo con ese mundo mágico, "esa atmósfera de fascinación", que la llamaba mi amigo Pablo del Amo, que descubre Ana (Ana Torrent) tras el visionado de Frankenstein (James Whale, 1932). Lo hace además en esa España tediosa, rural y de posguerra, el más manido de los ámbitos eternos del cine español.
Arrebato (Iván Zulueta, 1979)
No deja de ser curioso hasta qué punto la cinefilia -o el metacine será mejor decir entendiendo como tal a la pantalla que reflexiona sobre sí misma- marca cierta pauta en el cine comercial español. Hay una línea que se abre en El sexto sentido, de Sobrevila, que pasa por Vida en sombras, de Llobet-Gracia, y finaliza en Arrebato. Las tres son películas de una calidad sobresaliente que se distancian del común de la producción del país en su tiempo con la misma altivez que el misántropo abandona una fiesta mundana. Cuando Zulueta estrena Arrebato en uno de los llorados cines de la Gran Vía, con más pena que gloria, el cine español se debate entre los últimos estertores del destape y el sempiterno pasado político del país.
Arrebato, una de las pocas películas que pueden adscribirse a cierto underground patrio junto a alguna de las primeras propuestas de Bigas Luna, también es una cinta sombría y majestuosa. En ella, el cine -y la toxicomanía-supondrán la vampirización de José Sirgado (Eusebio Poncela). Antes de que su tomavistas acabe con él -uno de aquellos entrañables tomavistas de Súper 8 con los que Zulueta llevó a cabo una filmografía hoy mítica: KingKong (1971), Mi ego está en Babia (1975), A malgam A (1976)-, la cinta habrá discurrido por una sucesión de secuencias más próximas a ese underground foráneo que a ninguno de los derroteros habituales la cinematografía española. La singularidad sólo no valdría, Arrebato también es una cinta que expresa, con una locuacidad asombrosa, todo el abismo al que alude.
Lucía y el sexo (Julio Medem, 2001)
De una u otra manera, el sexo, aun siendo uno de los grandes placeres que nos depara la vida, estuvo despreciado por el cine español desde antiguo. En aquella pantalla de hagiografías y exaltación castrense, era el tercero de los enemigos del alma, La Carne, según Las Cautelas de San Juan de La Cruz, "el más tenaz de todos".
En los años siguientes, en esa pantalla surgida de las Conversaciones de Salamanca (1955), el erotismo fue despreciado desde unas perspectivas bien distintas aunque igualmente dogmáticas. Era algo que sólo interesaba al "macho hispánico". Su fuerte carga erótica fue uno de los principales motivos de negación del landismo.
Ya en lo que al destape de la Transición se refiere, el erotismo era un asunto de "reprimidos", que tampoco llamaba la atención de los "liberados", pendientes únicamente de filmes tan elevados como plúmbeos.
Proscrito por lo tanto desde sus albores en la pantalla de calidad española, habría de ser Julio Medem quien conciliara por primera vez el cine intelectual y el erótico en Lucía y el sexo. Cineasta en toda la extensión de la palabra -dueño de un universo personal, dotado con una forma propia de narrar, atento a las mismas obsesiones-, este realizador vasco comenzó a llamar la atención en sus primeros títulos: Vacas (1991), La ardilla roja (1993), Tierra (1995). Alcanzó por primera vez la maestría en Los amantes del Círculo Polar (1998), una singular historia de amor que aportó al cine español una modernidad inusitada hasta entonces.
Aquel amor, hasta cierto punto excelso, halló su contrapunto en Lucía y el sexo, filme mucho más carnal, que además de ese equilibrio entre la intelectualidad y el erotismo aludido supuso la culminación de la obra del mejor cineasta que alumbró la pantalla autóctona en la última década de pasado siglo.
[1] Conoció antes una silente realizada en 1921 por José Buchs. No obstante la admiración que despierta la obra de este otro gran pionero de la pantalla autóctona, es una auténtica entelequia que sea de los cantables de Casta, Susana y don Hilarión con las canciones -no así la música- aún por llegar al cine.
Publicado el 12 de febrero de 2011 a las 19:45.